Los rostros de Buenos Aires. (Miradas fragmentadas de una extranjera)

Quien desee visitar Buenos Aires y tenga la suerte de poder elegir su medio transporte en la ciudad, me permito hacer una sugerencia: “¡no tomar el subte (metro) en la hora punta!”, ya que en dos ocasiones me siento sumergida en un asfixiante hormiguero donde el aire que respiro es sudor humano y mi cuerpo se siente apabullado por el resto de cuerpos.

Mi próximo movimiento: un súbito salto al aire. Me alejo. Huyo de ese viaje que nos conduce a la deriva.

Limpio de mi cuerpo los rastros de esa sensación claustrofóbica, entre sudor y monotonía, ¡qué angustiosa mezcla!. Me convierto en una adicta al colectivo (bus), la clave para todos los desplazamientos en Buenos Aires.
Existe una gran red de transporte “colectivera”, manejada por conductores que no tienen ningún reparo en cerrar la puerta en las narices de una servidora o que hacen caso omiso a mi pregunta por una calle determinada (también encontré a muchos colectiveros amables, ¡no me maten los porteños!). ¡Es el estrés de la urbe!. Así que mis idas y vueltas se ven acompañadas por una suerte de intuición por adivinar cuál será mi parada. Perdida, perdida intentando no caer, agarrada a todo lo que puedo, pareciera estar en un “rally”.


Los colectivos te llevan a cualquier rincón de la ciudad y funcionan toda la noche, aunque reconozco que más de una vez terminé caminando innumerables cuadras por pereza a buscar el colectivo en mi guía T (guía callejera) y preguntar y liarme aún más o por no sentir otra vez que estoy en el maldito hormiguero. En Buenos Aires se camina y mucho, aunque tenga que esquivar esos cuerpos que se dirigen a lugares comunes, que no respiran, simplemente se desenvuelven de manera automática en la calle Florida, en la Avenida Corrientes, Avenida Córdoba etc… Por momentos mi cuerpo termina convirtiéndose en uno de ellos y no puedo controlar sus movimientos que desprenden pinceladas agresivas.


Prefiero cambiar de barrio. Me encanta caminar por las calles del barrio de Palermo, calles anchas y tranquilas, salvo los fines de semana que está la feria en los bares de la plaza Serrano, y salvo las noches que se plaga de multitudes, se asemeja a El Raval o el Borne (en Barcelona), cantidad de restaurantes, movida nocturna. Pas mal.
Me quedo definitivamente con el barrio de San Telmo, donde se respira el espíritu tanguero y sus calles ansían ser catapultadas en la memoria de cualquier persona que desee deleitarse en ellas. La nostalgia por aquello que ya fue impregna la atmósfera y con un poco de esfuerzo, logro ser impregnada yo también, sin que sea aturdida por la gran multitud turística que aparece los domingos entre anticuarios y cantores, bailarines de tango, teatreros de cualquier índole… Descubro el Trío Gótico y permanezco hipnotizada ante su música, a ratos tanguera, a ratos española. Absolutamente hipnotizada.


No terminaré esta bitácora sin aludir a un lugar que atrapó definitivamente mis sentidos, un lugar alejado de la urbe, donde no existe el tiempo: las islas del Delta, en el Tigre (zona norte de la provinica de BsAs). Pareciera mentira que tan sólo a una hora de la capital, pueda existir este lugar, a unos veinte minutos del turismo “dominguero” de la ciudad del Tigre.

Nico y su pasión por las islas del Delta me conducena impregnarme de esa tranquilidad, mezcladas con dosis de salvajismo. Silencio, paseos entre naturaleza y palabras lanzadas al viento en guaraní (idioma de los indígenas guaraníes)que prolongan los susurros de los árboles. Nico me presenta a su tío que regenta una hostería, a Inés y Julián, los padres adoptivos de cualquier persona que pase por allá, divinos, la pasión desenfrenada de ella y la calma misteriosa de él.






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Anochece en Buenos Aires, las calles están plagadas de varios escombros entre los cuáles hurgan familias enteras. De vez en cuando, veo camionetas estacionadas en las esquinas esperando ser repletas de cartones y de cualquier cosa susceptible a ser reciclada y/o ingerida por bocas hambrientas. Los cartoneros ya están naturalizados en la postal de Buenos Aires.

Volvemos a nuestras casas por la noche, huyendo del frío, mientras una familia se construye una casa de cartón en la entrada a un comercio.

Como gran capital latinoamericana, la pobreza persiste y la exclusión social aumenta, interactúa con los divinos barrios como Palermo, con las galerías y negocios intocables de Recoleta en cuyas calles atisbo como unos diez perros conducidos por el paseador de perros (un trabajo como cualquier otro).



Buenos Aires. Ciudad de contrastes. Estética y culto por el cuerpo. Buscando la perfección, la belleza de las musas. Población infantil hambrienta con cartones como lecho. Aún así, hay una consciencia y me sorprende cuando en el subte o en el colectivo entra alguien a vender pegatinas, cintas para el cabello, cuadernos, etc… o alguien actúa o canta. Y la gran mayoría busca en sus bolsillos con la intención de regalar una moneda. Remarqué este hecho en mi primera estadía y ahora lo corroboro. En Europa, o al menos, en España, en Barcelona no es así. Un mínimo porcentaje de gente hurga en sus bolsillos. Y me pregunto ¿será consciencia?

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Buenos Aires alardea de infinitos rostros, miradas complejas, es un monstruo contradictorio e inabarcable. Necesitaría años para poder degustarlos y viajar a través de sus arterias, y es fácil imaginar que de ganas tengo… pero de momento vivo el presente y curioseo lo que puedo.

Me preparo para viajar al noreste de Argentina y luego a Paraguay, con el objetivo de seguir la investigación sobre el itinerario cultural de los guaraníes. ¡Nos vemos en la ruta!