Es una odisea llegar a Caraiva entre balsas, canoas, colectivos y horarios fantasmas. Antes de llegar a Caraiva, el viajero se detiene unas horas en Arraial d´Ajuda, un pueblo pintoresco con casas de colores y posadas de madera que parecieran recién salidas de un cuento de hadas.
Y finalmente la anhelada Caraiva. El hastío y las gotas de sudor desaparecen en el momento que el viajero desciende del colectivo y advierte unas canoas en la orilla del río, el medio de transporte que le permitirán atravesar al otro lado.
Años atrás no había electricidad. En la actualidad pocas viviendas persisten a la luz de las velas. El cielo estrellado pareciera entregarse de manera exclusiva a Caraiva. Con tan sólo alzar un brazo el viajero siente que, por momentos, podría atrapar las estrellas, tan misteriosamente cercanas. El suelo, sin asfaltar, se aproxima a un laberinto dactilar donde niños revolotean semidesnudos en la arena, sin dejar de corresponder con una sonrisa cuando el viajero se aproxima a ellos.
En la actualidad Caraiva vive de la pesca y la artesanía. No necesita más. En verano, se agregan las posadas, escasos restaurantes y la venta de agua de coco. Los nativos conviven con los turistas, la mayoría brasileños. Sorprendente y atroz es para nuestro viajero, ver la violenta división que existe entre las dos zonas de ocio al caer la noche. Una única calle con restaurantes para turistas y los pocos bares auténticamente caraiveños separados por unos pocos metros.
Nuestro viajero intenta inmiscuirse entre los lugareños y es así como conoce a Ari, un muchacho de 17 años, nativo de Pataxó, la reserva indígena ubicada en Monte de Pascao, a 6 km de Caraiva. Ari, quién ahora vive y trabaja en Caraiva le ofrece visitarla. Muy poco turistas van y los que aparecen llegan en grupos organizados, en jeeps. Después de caminar los 6 km bajo el calor sofocante que dificulta a nuestro viajero seguir el paso extremadamente ligero de Ari, acostumbrado a deambular descalzo por tierras arenosas y ardientes, arriban a la aldea Pataxó.
La aldea Pataxó es genuina, silenciosa y acogedora, sin dejar de guardar distancia con el viajero. Ari le explica que a los nativos no les molesta la presencia de los turistas y le muestra una escuela donde se forman a doctores, profesores, etc… también los restos de un centro cultural. Le cuenta, entristecido, que fue quemado por la gente de la aldea que no toleraba las actividades culturales que se realizaban.
Y es la sensación de esta aldea, detenida en el espacio y el tiempo. Un lugar secreto, perdido en el mundo, que impregna el alma del viajero y lo alienta a seguir descubriendo estas tierras fascinantes de Bahía.
Prosigue su ruta el viajero y arriba a la paradisíaca Ilha de Boipeba, 150 km al sur de Salvador de Bahía.
Kilómetros inabarcables de playas virginales, palmeras inclinadas por la fuerza del viento, cangrejos vagabundos que huyen de los pasos humanos. La Velha Boipeba, Tassimirim, Cuellar y Moreré conforman este pequeño paraíso perdido entre las aguas del atlántico.
En Boipeba la noción del tiempo no existe y el viajero se deslumbra con un sueño. El encandilamiento de soñar mientras conversa con el silencio, en una isla que empieza a despertarse a media tarde.
Y finalmente la anhelada Caraiva. El hastío y las gotas de sudor desaparecen en el momento que el viajero desciende del colectivo y advierte unas canoas en la orilla del río, el medio de transporte que le permitirán atravesar al otro lado.
Años atrás no había electricidad. En la actualidad pocas viviendas persisten a la luz de las velas. El cielo estrellado pareciera entregarse de manera exclusiva a Caraiva. Con tan sólo alzar un brazo el viajero siente que, por momentos, podría atrapar las estrellas, tan misteriosamente cercanas. El suelo, sin asfaltar, se aproxima a un laberinto dactilar donde niños revolotean semidesnudos en la arena, sin dejar de corresponder con una sonrisa cuando el viajero se aproxima a ellos.
En la actualidad Caraiva vive de la pesca y la artesanía. No necesita más. En verano, se agregan las posadas, escasos restaurantes y la venta de agua de coco. Los nativos conviven con los turistas, la mayoría brasileños. Sorprendente y atroz es para nuestro viajero, ver la violenta división que existe entre las dos zonas de ocio al caer la noche. Una única calle con restaurantes para turistas y los pocos bares auténticamente caraiveños separados por unos pocos metros.
Nuestro viajero intenta inmiscuirse entre los lugareños y es así como conoce a Ari, un muchacho de 17 años, nativo de Pataxó, la reserva indígena ubicada en Monte de Pascao, a 6 km de Caraiva. Ari, quién ahora vive y trabaja en Caraiva le ofrece visitarla. Muy poco turistas van y los que aparecen llegan en grupos organizados, en jeeps. Después de caminar los 6 km bajo el calor sofocante que dificulta a nuestro viajero seguir el paso extremadamente ligero de Ari, acostumbrado a deambular descalzo por tierras arenosas y ardientes, arriban a la aldea Pataxó.
La aldea Pataxó es genuina, silenciosa y acogedora, sin dejar de guardar distancia con el viajero. Ari le explica que a los nativos no les molesta la presencia de los turistas y le muestra una escuela donde se forman a doctores, profesores, etc… también los restos de un centro cultural. Le cuenta, entristecido, que fue quemado por la gente de la aldea que no toleraba las actividades culturales que se realizaban.
Y es la sensación de esta aldea, detenida en el espacio y el tiempo. Un lugar secreto, perdido en el mundo, que impregna el alma del viajero y lo alienta a seguir descubriendo estas tierras fascinantes de Bahía.
Prosigue su ruta el viajero y arriba a la paradisíaca Ilha de Boipeba, 150 km al sur de Salvador de Bahía.
Kilómetros inabarcables de playas virginales, palmeras inclinadas por la fuerza del viento, cangrejos vagabundos que huyen de los pasos humanos. La Velha Boipeba, Tassimirim, Cuellar y Moreré conforman este pequeño paraíso perdido entre las aguas del atlántico.
En Boipeba la noción del tiempo no existe y el viajero se deslumbra con un sueño. El encandilamiento de soñar mientras conversa con el silencio, en una isla que empieza a despertarse a media tarde.
Desde el primer momento que el viajero llega a la isla toda una serie de personajes variopintos desfilan ante él. Nada más llegar, conoce a Tomás, un suizo que hace dos años que vive en Sao Paulo. Tomás tiene 39 años, es ingeniero industrial y trabaja en las favelas de Sao Paulo. Un buen día decidió cambiar el rumbo de su vida y viajó a Brasil donde reside desde entonces. Los momentos, que el viajero comparte con él, son realmente memorables.
El cambio de actitud es la clave para que la isla reciba a cualquier viajero con los brazos abiertos y no exasperarse cuando a las doce de la noche se agotan los cigarrillos y no hay ningún lugar para comprar, o cuando se vagabundea durante una hora con el objetivo de encontrar un simple bar para tomar “el café de la manha”. En definitiva, una forma de vida donde las normas no son bienvenidas.
¡Porque Boipeba es pura vida!. Olas violentas, frenéticas, que en cuestión de segundos reposan en una calma absoluta. Inmensos bosques salvajes sin explotar. Personas que regalan saludos entrañables. Rastafaris que se cruzan en el camino, reggae, buena onda y hachís.
Sensaciones de un tremendo placer embriagan al viajero mientras se prepara para partir a las cinco de la mañana en un bote que lo conducirá a Valença.
Queda poco para arribar a Salvador de Bahía.
Enero 2005
Brasil
No hay comentarios:
Publicar un comentario