Siempre he creído que en el silencio habitan sonidos que apenas se pueden escuchar pero que desprenden una locuaz e instantánea fuerza, que nos puede hacer viajar hacia lugares remotos. Vivimos acechados por la contaminación acústica de la ciudad, y en muchas ocasiones nos resulta imposible arribar a un estado silencioso, sin que sea quebrado por el ruido cotidiano.Una de las experiencias donde más desarrollé mi capacidad auditiva fue cuando visité las ruinas de Chan Chan (Perú), la ciudad precolombina más grande de América del Sur, que pertenece al período chimu (posterior al moche), conquistado por los incas en 1471. Chan Chan fue una enorme ciudadela (centro político, religioso y administrativo), de 15 km2 de extensión, fundada por el príncipe Takaynamo, que desembarcó en Huanchaco hace 800 años aproximadamente.Arribé por la mañana muy temprano a Chan Chan y tuve la suerte de poder recorrer sola esta estructura laberíntica. A medida que iba caminando, ese silencio sepulcral, acariciado por el viento, me regalaba con una deliciosa e inquietante sensación, perfumada por las íntimas voces de los ancestros.Fue un proceso lento, muy lento. Por instantes me detenía para evitar que mis pasos irrumpieran esos susurros largos e indescifrables de los habitantes del más allá, que emergían entre las paredes de adobe de las ruinas. Por momentos, gritos angustiados en el silencio; por momentos, prudentes susurros que embriagaban mis oídos. Delicados ruidos que atravesaban con un cierto aire de timidez todos los rincones de Chan Chan.Porque es en el silencio donde lo menos inesperado se nos puede revelar. En la transparencia de los sonidos. Como si alguien se insinuase seductor en la penumbra de la noche. Tan sólo hay que descubrirlo.
Enero 2006
Perú
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